“Sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11:6). Si quiere agradar a Dios, tenga fe, y si va a agradar a Dios, no importa a quién desagrade. Por otra parte, si no va a agradar a Dios, no va a importar a quién le agrade. Agradar a Dios es lo más importante. Confíe en Dios, no en el hombre. El hombre es finito y está contaminado de maldad y limitaciones. Dios hizo que el versículo que nos habla de confiar en Él y no en el hombre esté en el centro de las Escrituras.
El capítulo más largo de la Biblia es el Salmo 119, con 176 versículos. El capítulo más corto es el Salmo 117, con tan solo 2 versículos. Entre ambos salmos está el Salmo 118, y en el verso 8 dice: “Mejor es confiar en Jehová que confiar en el hombre”. Así que Dios puso como centro en su Palabra que confiemos en Él más que en los seres humanos.
La fe que viene de Dios nunca termina. La obra que Él empieza siempre la acaba (Fil 1:6). La fe es un don de Dios, no se logra por esfuerzos humanos ni tampoco se puede heredar fe, porque la fe es personal. Claro que estamos llamados a inculcar la fe a nuestros hijos, a instruirles en los consejos divinos, pero, allá al último, es de Dios que viene esa fe salvadora. A nosotros nos toca ser humildes y abiertos, el orgullo impide que esa fe fluya. El apóstol Pedro dijo que Dios resiste al soberbio y da gracia al humilde (Stg 4:6).
En la Biblia vemos cómo Dios quiere bendecir al hombre, pero la incredulidad del ser humano lo lleva a una rebeldía e irreverencia hacia su Creador. Faraón hizo, en reiteradas ocasiones, caso omiso al llamado de Dios, hasta que llegó un momento en el cual Dios mismo lo endureció, no sin antes darle varias oportunidades.
La incredulidad en Dios es la matriz de todas las rebeldías hacia Él. Jesús dijo en Juan 16 que el Espíritu Santo convencería al hombre de pecado, por cuando no había creído. El pecado que lleva al infierno, según Jesús, es la incredulidad, o sea, la negación de Dios y de Cristo. Israel cometió todo tipo de pecados contra su Dios por la incredulidad, y esto es así porque cuando el filtro de la fe en Dios del concepto de lo bueno y lo malo, según la moral bíblica, es quitado, la persona está totalmente preparada para aceptar cualquier tipo de engaño como verdad. De hecho, el libro de 2 Tesalonicenses 2:10-11 dice que la última generación antes del juicio será una generación que no amará la verdad sino que recibirá la mentira. C. K. Chesterton decía: “Cuando uno no cree en Dios, no es que ya no cree más nada, sino que ahora está preparado para creer cualquier cosa”.
La fe en Dios dignifica nuestras vidas, sin fe llegamos a la conclusión de que solo somos una bolsa de células sin identidad, propósito, valor ni transcendencia en esta vida. Vinimos de la nada, somos una casualidad y nuestro destino es la nada eterna, el panorama que presenta es absolutamente desolador.
Sin embargo, la fe en Dios nos da identidad, responde preguntas trascendentales del ser humano como: de dónde venimos, a dónde vamos, qué hacemos acá, cuál es nuestro propósito y, después de la muerte, la vida eterna. Más allá de que uno crea o no en estas cosas, lo cierto es que ambas cosmovisiones son totalmente contrarias y una da todo y la otra nada.
Adán y Eva no creyeron en la Palabra de Dios. Él les había dicho que no comieran del fruto prohibido, pero ellos creyeron la voz de la serpiente que les decía que, lejos de morir, serían como Dios. Y su incredulidad los llevó a la perdición.
Hoy día sigue el mismo espíritu. Creemos que somos dioses para nosotros mismos, pero estamos perdidos; morimos de a millones y nadie tiene el verdadero control de su vida. Pero Jesús dijo: “Creed en Dios y creed también en mí”, y al incrédulo Tomás le aconsejó: “No seas incrédulo sino creyente”.