Una de las acusaciones más comunes que se hace contra la fe es que esta es totalmente emocional y carece de racionalidad, y que el que decidió creer debe cometer un «suicidio intelectual», arrojarse al vacío con los ojos vendados y «creer nomás».
Aunque es cierto que la fe también afecta las emociones (como es normal en casi todas las áreas del ser humano, y nada tiene de malo), tales como el amor, la paz, el gozo, la esperanza, etc., la Biblia en ninguna parte nos insta a creer sin evidencia.
La definición bíblica de la palabra fe la hallamos en Hebreos 11.1 y nos habla de «certeza» y «convicción»,que nada tiene que ver con un mero emocionalismo irracional y dice: «Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve».
Según la RAE, «certeza» significa: «conocimiento seguro y claro de algo». En este sentido, los discípulos de Cristo no creían por creer, no eran crédulos. Ellos basaron su fe en evidencias. Vemos lo que escribe el evangelista Lucas en Lc 1.1-3: «Puesto que ya muchos han tratado de poner en orden la historia de las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas, tal como lo enseñaron los que desde el principio lo vieron con sus propios ojos, y fueron ministros de la palabra, me ha parecido también a mí, después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen, escribírtelas por orden, oh excelentísimo Teófilo». Vemos que el evangelista, historiador y médico griego Lucas, que no conoció a Jesús físicamente, investigó «diligentemente» para ver «si las cosas eran así» y llego a la conclusión que eran «ciertísimas» y decidió seguir las enseñanzas de Cristo, aunque esto le implicara, como de hecho ocurrió, exilio, desarraigo, persecución y muerte.
Unos 30 años después, ya cuando todos los primeros apóstoles habían muerto (todos ellos martirizados), con excepción de Juan que estaba exiliado en la Isla de Patmos a causa de la predicación (Ap. 1.9) este escribe a la Iglesia perseguida, agobiada, torturada y desarraigada, una carta para alentarlos a seguir perseverantes y firmes en medio de la tribulación. Les dice: «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al verbo de vida… lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos…» (1 Juan 1.1-3). Lo que hemos «oído», «visto», «contemplado», «tocado», esto no habla de una «fe ciega» y crédula, habla de una certeza absoluta. Y lo escribe desde el dolor, la persecución y la muerte 30 años después de haber sido testigo de todas estas cosas. La pregunta es, ¿para qué?, ¿cuál era el interés de seguir perseverando en una mentira, si es que hubiera sido eso? La respuesta es contundente: porque era cierto.
La fe no es algo que se sostiene y se hace cada vez más fuerte mientras más ignorancia haya, ni significa creer aun a pesar de la abrumadora evidencia contra ella. No. Mas bien, la verdadera fe salvadora es coherente con el conocimiento y con el verdadero entendimiento de los hechos. Pablo dijo: «Así que la fe viene como resultado de oír el mensaje, y el mensaje que se oye es la Palabra de Dios» (Ro 10.17). Lo que el apóstol dice es que nuestra fe crece a medida que más conocemos lo que las Escrituras nos cuentan.
Isaac Asimov había dicho desacertadamente: «La forma más segura de volverse ateo es leyendo la Biblia», y Pablo toma ese desafío y dice en ese verso: «La mejor manera de afirmar tu fe es conociendo las Escrituras».
Cuando las personas cuentan con verdadera información acerca de Cristo, están en mejores condiciones de poner su confianza en él. De modo que la fe no se debilita con el conocimiento sino que aumenta.