Un proverbio dice:
“Una generación planta un árbol, la siguiente generación disfruta de sus sombras”.
Mi generación aún está disfrutando de algunas sombras que plantaron nuestros padres. Aunque siempre hubo problemas, no podemos negar que las sociedades pasadas tenían más valor familiar y espiritual que la actual. Había más identidad y orden en lo moral. Esta generación no está plantando ningún árbol.
Los padres cristianos debemos volver a los estándares de la Palabra de Dios, si es que queremos tener alguna esperanza.
Deuteronomio 6.2-7 nos habla de que son los padres los encargados de formar un carácter de fe en los hijos, y una vez que ese carácter o patrón se forma en nuestros hijos, ellos repiten la conducta y aplican la enseñanza.
Tenemos que enseñar la Palabra de Dios a nuestros hijos, esa es nuestra parte. La parte de Dios está en Deuteronomio 5.29, que es preparar su corazón para recibir con mansedumbre su Palabra. Los padres no pueden darle ese tipo de corazón, pero Dios quiere, Dios anhela hacerlo.
Los hijos sabios deben entender que tienen que obedecer a padres buenos y virtuosos. Proverbios 1.8; 3.1; 4.1; 4.10; 5.1; 6.1; 7.1, todos estos versículos nos hablan de la clave para vivir una vida plena de victoria y de belleza.
Todo lo contrario está en el capítulo 30.11-14, un hijo orgulloso, egoísta y rebelde, al que solo le espera aflicción y dolor en la vida.
Dios siempre apunta a la actitud; si la actitud es correcta, lo demás vendrá por sí solo.
Es importante instruir a nuestros hijos con los valores morales bíblicos, porque, si nosotros no lo hacemos, el sistema del mundo lo hará.
Los siete pecados capitales, que los primeros cristianos los catalogaron para alejar a la cristiandad de la inmoralidad reinante en su tiempo, están divididos en dos grupos. Capital significa “cabeza” y tiene el concepto de que estos pecados principales nos llevan a otros vicios que nos destruyen, esclavizan y apartan de Dios.
Los pecados capitales de posesión son: codicia, gula o ebriedad y lujuria.
Los pecados capitales irascibles, que a distinción de los pecados concupiscibles, no son deseos sino carencias, privaciones y frustraciones: ira, envidia, orgullo, soberbia y pereza.
El mundo convertirá todos estos vicios en virtudes y deseos beneficiosos. Te dirán que la lujuria es el derecho al placer o a la libertad sexual. Que el orgullo te lleva a la superación. Que la codicia te lleva a conquistar más, que la ira infunde respeto y temor de los demás, y así sucesivamente.
Los padres cristianos tenemos que instruir a nuestros hijos sobre el engaño en estos conceptos y la mentira que nos están implantando.
Podemos ver la tremenda influencia que tiene el padre sobre los hijos, y poder decir, como Jesús lo dijo en Juan 5.19-20:
“Les digo la verdad, el hijo no puede hacer nada por su propia cuenta; solo hace lo que ve que el padre hace. Todo lo que hace el padre, también lo hace el hijo”.
Con estas palabras de Jesús, y la misma experiencia de la vida, podemos ver que un padre da identidad a sus hijos y les ayuda a responder preguntas como: ¿Sabes quién eres?, ¿sabes de dónde eres?, ¿sabes a dónde vas?, ¿sabes por qué estás aquí?, ¿qué debes hacer? Todo esto lo define un padre. Y es así porque la figura de un padre, de manera natural, infunde respeto, protección, seguridad, afirmación, orientación y temor reverente.
Por lo tanto, la ausencia de este trae las consecuencias de una sociedad sin padres: Falta de identidad, falta de visión, falta de rumbo, falta de respeto hacia Dios, complejos, confusión, etcétera.