Existen personas que dañan a otras de manera moral (abusos sexuales, infidelidades, estafas, etc.) o abusan de ellas emocional o físicamente (arrebatos de ira, ofensas, burlas, golpes, etc.), y suelen querer manipular a sus víctimas usando el mandamiento de Cristo de perdonar “setenta veces siete” de ser necesario.
O, de tratarse de un matrimonio, el hombre quiere manipular a su mujer con el mandamiento bíblico de que la mujer debe de “sujetarse” al hombre y ella debe perdonarle todo; o que (estos ya en ambos casos) hicieron un “pacto” matrimonial ante Dios y hay que honrarlo (todo esto para no ser abandonado por la persona abusada).
Entre paréntesis, es irónico que una persona infiel pida a su pareja “honrar” su matrimonio no dejándolo. La honra viene por el amor manifestado en el respeto y la fidelidad. Bien lo dice el Señor: “Maridos, amad a vuestras mujeres y… mujeres, honren a sus maridos”.
Estos mandamientos bíblicos que nos fueron dados para nuestra seguridad y protección son quitados de contexto para manipularlos y usarlos como armas de control y manipulación. Dios puso sus leyes para bendición de las personas y usan estas leyes como armas de maldición.
Debemos entender que el perdón no implica que la persona siga teniendo una relación personal y estrecha con el ofensor. El perdón, en primer lugar, es liberar nuestro corazón de la amargura y la venganza, sentimientos que son como cáncer para el alma y que hacen más daño a la víctima que al victimario (alguien dijo que la falta de perdón es como una persona que, ingiriendo un veneno, espera que el otro muera).
Por supuesto que lo ideal sería que el perdón restaure la relación, quite el enojo y que esas personas puedan seguir adelante con su amistad, matrimonio o sociedad, pero esto solo es posible con un verdadero arrepentimiento del que hizo daño, lo cual implica una media vuelta, un cambio de dirección, una firme decisión de nunca más volver a hacer lo que hizo.
Sin estos elementos, la víctima no tiene por qué seguir al lado de una persona que trae dolor, deshonra, abuso y maltrato hacia él o ella. De hecho, la palabra arrepentimiento viene del griego “metanoia”, y es una palabra que implica “cambio de mentalidad, de dirección o de conducta”, no solo tener “remordimiento”.
En muchas partes de la Biblia podemos notar principios que nos instan a poner un límite ante toda aquella persona que, no arrepentida, sigue haciendo daño a la víctima. El arrepentimiento no solo implica un profundo dolor por el daño hecho, sino también una firme decisión de no volver a hacerlo, lo cual, si se es sincero, se nota.
Cuando una persona, de manera reiterada, daña a otra, sea en el área que sea, y de acuerdo al daño sufrido, la víctima debe poner límites: un “hasta acá” o “una vez más y te prometo que será la última, esto se acaba”, o “te voy a denunciar y dejar”. Estas palabras son murallas alrededor de la persona afectada, más aun cuando el victimario sabe que la víctima va a cumplir lo que dice.
A una pareja infiel, unos padres abusadores, hijos rebeldes, un jefe acosador, etc., hay que ponerles un límite claro y determinante, con la esperanzar de un cambio o, en último caso, evitar daños mayores para ambas partes.
Dios mismo no tolera el pecado y lo castiga. No solo trata así con los impíos, sino que con sus propios hijos, con los que le tienen fe. El libro de Hebreos 12.6 dice: “Porque el Señor castiga al que ama y corrige al que tiene por hijo”. Su castigo no tiene el fin de destruir, sino de corregir, y todo límite que pongamos al abuso que recibamos es con el fin de restaurar y protegernos de no hacer ni que nos hagan daño.