“Y la tierra se había corrompido delante de Dios, y estaba la tierra llena de violencia” (Génesis 6.11).
El contexto de este versículo es el inminente juicio de Dios contra la humanidad de aquel tiempo trayendo el diluvio.
Dios vio que ningún ser humano que existía en ese tiempo era justo; todos eran violentos unos contra otros, desamorados, perversos, abusadores, injustos y depravados, y determinó un castigo. Dios no eliminó gente de bien, Dios eliminó a los malvados, y lo eran todos.
Si partimos de la base de que Dios es justo y sabe todo, tenemos que suponer que Él castigó con justicia: los violentos fueron eliminados de la faz de la tierra y salvó a unos pocos que hallaron gracia delante de Él: Enoc, que fue arrebatado, y Noé y su familia, que construyeron el arca.
Muchos, agobiados por lo que se conoce como “el problema del mal”, se preguntan por qué, habiendo un Dios bueno, hay tanto dolor, reniegan contra Dios y dudan de su bondad y justicia. Indudablemente, el dolor es el factor que más nos hace dudar de la bondad de Dios. Juan el Bautista lo hizo estando en la cárcel (Lc 7.19); lo hizo Job cuando perdió a toda su familia (Job 7) y Jesús mismo en el momento de más sufrimiento en la cruz exclamó: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27.46).
¿Por qué Dios no elimina a los malos?, preguntan, y de hecho que Dios ya lo hizo una vez. Pero, ¿qué respuesta da a eso la sociedad rebelde? Se enojan con Él y exclaman indignados: ¿Cómo Dios si es bueno castiga al hombre? Caemos como sociedad en lo que Jesús reclamó a gente a la que no le calza nada, diciendo: “Les dimos malas noticias y no lloraron, les tocamos flautas y no bailaron” (Mt11.17).
La Biblia nos revela el carácter de Dios: Él es bueno, Él es misericordioso, Él lo sabe todo y Él es justo;por lo tanto, aunque muchas veces nuestro limitado razonamiento no pueda comprender su actuar, confiamos en que Él sabe lo que hace.
Volviendo a la sociedad violenta y rebelde de la época de Noé, a quienes les tocó sufrir el juicio de Dios, podemos ver que Él no les destruyó sin una previa advertencia y llamado al arrepentimiento durante ciento veinte largos años desde que se manifestó a Noé, dándole instrucciones para el arca y la orden de pregonar el juicio venidero (Génesis 6.3- 8.2; Pedro 2.5). Nadie hizo caso, solo animales subieron al arca.
Así también fue con los pueblos de Canaán. Perversos y violentos en extremo, abusadores de sus mujeres y niños, asesinos y sanguinarios, Dios lidió con ellos durante cuatrocientos treinta años, generación tras generación, y nada cambiaba. Al contrario, iba aumentando su maldad, hasta que Dios ejecutó un juicio.
Un ejemplo de arrepentimiento y obediencia es el de Nínive, una perversa y violenta ciudad asiria,opresora del pueblo de Israel. Dios llama a un profeta, Jonás, para que vaya a advertir durante cuarenta días el juicio venidero. El rey y el pueblo oyen al profeta y, en señal de arrepentimiento y humillación, hacen ayuno, desde los mayores hasta los niños, incluso los animales. Dios mira su corazón, ve su arrepentimiento y los perdona. El profeta descubre su corazón y el porqué de su desobediencia previa (Dios había ordenado a Jonás predicar a los ninivitas, pero este se opuso y huyó). Él se había enojado pues dijo conocer la bondad de Dios y sabía que, si se arrepentían, Él los perdonaría, y el odio del profeta judío era tal contra el perverso pueblo de Nínive –por todas las injusticias que cometieron durante décadas con ellos– que no quería ver a sus enemigos perdonados.
El problema del mal está en el corazón del hombre,no en el de Dios, y una actitud de arrepentimiento y vuelta de la rebeldía en la que estamos nos librará de sus consecuencias.