El sermón más famoso de Jesús, sin duda alguna, es el Sermón del Monte o de la Montaña, que lo encontramos en el libro de Mateo, capítulo seis al siete, y que tiene ciento once versículos. No fue dado como una regla moral para el mundo, pues el mundo no puede ni le interesa cumplirlo. Está escrito para corazones imperfectos, pero sinceros, dispuestos a ser humillados y a dejarse tratar por Dios, matando su “Yo” ególatra y egoísta.
Aunque en ningún momento se nombre la palabra “cruz”, todo él es la Cruz, pues no solo habla de reconciliación y perdón, sino de la muerte del “Yo”, sin la cual no habrá nunca una verdadera reconciliación ni un verdadero perdón. Ambas cosas salen de un verdadero arrepentimiento.
Justamente, el contexto inmediato del Sermón del Monte nos habla de eso. En el capítulo cuatro, versículo doce, Jesús empieza oficialmente su ministerio de predicación y enseñanza, que culminaría tres años después en la Cruz, y sus primeras palabras fueron: “Arrepentíos porque el reino de los cielos se ha acercado” (17). Luego de este llamado, hace una invitación más: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres”. Jesús llamó a la gente arrepentida a seguirlo.
Una vez que se arrepintieron y le siguieron, vino la enseñanza: “Recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en la sinagoga de ellos y predicando el evangelio del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia del pueblo” (23). También vemos en el capítulo 5.2 que dice: “Y abriendo su boca les enseñaba diciendo”.
Arranca el sermón con nueve bienaventuranzas. Así también arrancan los Salmos, con bienaventuranzas (Salmo 1). Que quede claro: El mensaje del Reino, el mensaje de los cielos, el mensaje de Dios es un mensaje de ESPERANZA de BUENAS NUEVAS (eso significa la palabra “evangelio”). La esperanza de la salvación, de ser justificados, de ser libres del pecado, de tener transcendencia, de que hay un perdón incondicional, de que no importa tu pasado: si te arrepientes, Dios te redime. Esa es la esperanza básica y final del ser humano. Es algo totalmente enfocado en la eternidad y en lo espiritual, lo cual es la mayor bendición.
En el mismo Sermón del Monte, Jesús nos mostró la prioridad que tenemos que tener en nuestras vidas: “Mas buscad primeramente el Reino de Dios y su justicia y las demás cosas os serán añadidas” (Mt 6.33). Por encima de todo: riquezas materiales, amor humano, aceptación, poder, prestigio, confort, estatus, reconocimiento, placer, etc.; por encima de cualquier otra cosa, el verdadero hijo de Dios debe de buscar “el reino de Dios y su justicia”. Lo demás: la paz, el gozo, el contentamiento, la fidelidad, el amor divino y humano y la plenitud vendrán por añadidura, sean cuales sean nuestras circunstancias. Porque allá al final de todo, más allá de los momentos que vivimos, entendemos que todo esto es pasajero y que, al final de todo, estaremos eternamente con nuestro Dios en un lugar donde ya no hay llanto ni dolor. A eso se lo denomina la “bendita esperanza”. Esa es nuestra mira, no otra cosa. Colosenses 3.1 dice: “Poned la mira en las cosas del cielo, no en las de la tierra”.
Un verdadero hijo de Dios, alguien que quiere edificar su vida sobre este mensaje, entiende eso y está dispuesto a todo con tal de no salirse del camino.
El vivir sobre la roca y gozar de las bienaventuranzas no nos exime de pruebas, tentaciones y luchas. No se olviden que también la casa que fue edificada sobre la roca sufrió los golpes de los ríos, lluvia y viento, igual que la edificada sobre la arena. La diferencia es que una cayó y otra quedó firme.