La Biblia dice en Filipenses 1.6 que Dios, una vez que nos salvó, comenzó una obra de perfeccionamiento en todos sus hijos, que consiste en reponer la imagen caída de Dios en el hombre. Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza (Gn1.27). A causa del pecado, esta imagen se vio alterada y el hombre se empezó a reproducir según su propia imagen ya caída (Gn 5.3); esto se reprodujo en todos los seres humanos, trayendo pecado y destitución de la gloria de Dios (Ro 5.12 y 3.23). Dios envió a su Hijo para salvarnos y para devolvernos su imagen perdida, porque su Hijo era su misma imagen (Col 1.15 y Juan 14.9, 10).
Dios se comprometió a que su imagen se restaure en el hombre (Ro 8.29).
Hay una oposición espiritual diaria a que esta imagen se restaure en el ser humano (2 Co 4.4) y, por lo general, la restauración de esa imagen divina nos acarrea dolor a nosotros y a los que nos rodean, justamente por la falta de esta imagen y también porque aún se sigue manifestando la imagen caída en nuestro ser (Ga 4.19).
La imagen de Cristo, que es el carácter de Dios, se forma en nosotros a través de las relaciones interpersonales. Las relaciones con los demás forman nuestro carácter. La necesidad de tolerarnos y soportarnos, amarnos y perdonarnos, ese roce diario con los demás, de a poco, forja nuestro carácter. No podemos formar nuestro carácter siendo ermitaños o viviendo con animales; necesitamos otros seres humanos a nuestro alrededor para que se den las condiciones de tolerancia y relacionamiento.
Mientras más cerca estemos de la gente o más nos relacionemos con las personas, mayores son las hay posibilidades de que se generen problemas o roces de carácter, porque no somos iguales y porque, por lo general, somos egoístas, buscamos nuestra ventaja y comodidad y, al hacer esto, se generaran contiendas. Es más natural y fácil tener problemas con un conocido que con un extraño. Extrañamente, por lo general, con aquellas personas que más amamos es con quienes mayores problemas de relacionamiento tenemos (padres, hijos, esposos, hermanos, etc.). Esto, generalmente, es consecuencia del egoísmo.
La relación más cercana que podemos tener en esta vida es con nuestro cónyuge. Unir un hombre y una mujer, con estructuras mentales distintas por las características de cada género, así como emociones, gustos, educación y forma de ver la vida, y juntarlos, ser uno, dormir juntos, tener hijos, vivir juntos y relacionarse diariamente, hace que nuestro verdadero carácter salga a flote. Dicen que, por lo general, la gente se enamora de un cuerpo pero se casa con un carácter, y nos casamos de manera emocional y no con la actitud ni la madurez correcta, y ahí vienen los problemas. Pero la Biblia dice en Romanos 8.28 que: “Todo ayuda a bien para los que aman al Señor”. Por lo tanto, todo lo que ocurre, aun lo que consideramos malo, redunda en nuestro bien a la larga. ¿Por qué adoramos a Dios? No solo lo adoramos por quién es Él sino por lo que hizo por nosotros. Cuando adoramos, resaltamos el carácter de Dios. Alabamos así: “Te alabo Señor porque eres bueno, misericordioso, me diste gracia y perdón. Te alabo por tu inmenso amor y entrega a mí, sin merecerlo”, etc.
Cuando nos casamos con una persona, nos casamos con alguien imperfecto. Ambos somos pecadores, egoístas e imperfectos por naturaleza. Esto genera un montón de oportunidades de dar al otro lo que hemos recibido de Dios: perdón, misericordia y gracia; y así, al dar lo que hemos recibido de Dios, empezamos a ser iguales a Él y así formar nuevamente su imagen en nosotros.