En Lucas 1.1-7 encontramos cómo se dio la primera Navidad.
La soberanía de Dios abarca aun a los inconversos. Augusto César ordena un censo que obliga a María y José a ir a su lugar de nacimiento a empadronarse, y ella da a luz en Belén, que era la ciudad donde, según la profecía, nacería el Mesías, no en Nazaret. En Miqueas 5.2 dice: “Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel…”.
Vemos también la exactitud de las referencias que da el médico e historiador Lucas, gentil convertido al cristianismo, que hizo una exhaustiva investigación sobre la veracidad de Cristo antes de tomar una decisión de seguirlo. Eso lo vemos al arrancar su evangelio en Lucas 1.1-4, y notamos la minuciosidad, aun en todos los detalles, para corroborar la certeza de su historia. En Lucas 1.5 habla de las autoridades civiles de la época, en particular, de un sacerdote: Zacarías, padre de Juan el Bautista, dando todos los detalles sobre él para corroborar la información. Así también, vemos esto en Lucas 3.1-3, donde da los datos de autoridades y lugares geográficos donde estas personas fueron de influencia.
En Hechos 1.1-3 vuelve a escribir otra carta a Teófilo y corrobora, testificado con pruebas indubitables, que a varias personas, durante un buen tiempo, se les presentó el Cristo crucificado y resucitado.
Este fundamento de la resurrección fue desde la hora primera de la fe cristiana y Pablo, unos 55 años después, en su carta a los Corintios, lo enseña como la doctrina medular de la fe cristiana (1 Corintios 15.3,4; 12-17).
Esto es fundamental entenderlo, pues esta fue la misión de Jesús y fue su identidad básica anunciada por el ángel a María en Mateo 1.21: “Él salvará a su pueblo de sus pecados”. Esta era su misión, para ello vino. Él viviría, moriría y resucitaría. Viviría para enseñarnos quién es Dios (Juan 14.8-11); moriría en expiación de nuestros pecados (1 Pedro 3.18), y resucitaría para que veamos que su sacrificio fue aceptado y que Él era Dios. La Biblia dice que el alma que pecare morirá, y si Jesús no pecó y murió, no murió por sus pecados sino por los nuestros; y como él no pecó, tenía que resucitar. Al resucitar, también se vio que su sacrificio fue aceptado.
Volviendo a Lucas 2.7, este pasaje nos da una premonición de cómo sería recibido el Mesías por el mundo. No había lugar para él en ningún mesón, ni en ningún hogar, solo en un establo, que representa lo marginado, el costado, un lugar indigno. Alguien resumió la biografía del Cristo de esta manera: “Comenzó en un establo, acabó en una cruz, y a todo lo largo del camino no encontró dónde recostar su cabeza”.
Jesús nace desamparado y solo con dos jóvenes como padres; aunque lo hace en su ciudad profética, está lejos de su familia. Viene a un incómodo y maloliente establo y el Creador de los soles y las constelaciones es calentado por la respiración de cabras y burros. Se lo tapa con un trapo y se lo pone en un comedero de animales o artesa (pesebre). No vino en las condiciones ideales o, al menos, dignas. En su vida fue rechazado por su pueblo, por sus autoridades, por los romanos y por sus propios hermanos, que creían estaba fuera de sí. Fue negado por sus discípulos y traicionado por uno de ellos. Fue injustamente condenado, humillado y crucificado. En la Cruz estaba entre dos ladrones, desnudo y expuesto. Los religiosos se burlaron, los gentiles fueron indiferentes, sus discípulos no estaban, su mismo Padre lo abandonó a causa del pecado.