Entre las enormes bendiciones que dio a mi vida la Palabra de Dios –aparte de la salvación, ya que la Biblia es un manual de vida que, con sus principios, nos enseña a vivir esta vida llena de obstáculos de la manera más sabia posible–, está el haber entendido y corroborado claramente, mirándome primero a mí mismo y luego a los demás, que “todos somos pecadores” (Ro 3.23) y –partiendo de esa base– egoístas, mezquinos, manipuladores, codiciosos, envidiosos, inmorales, etc.
Podría decirse que es una manera muy “negativa” de mirar a la gente; sin embargo, me parece la manera más “realista” de hacerlo. Recién cuando tenemos una visión real de las cosas podemos evaluarlas correctamente y quitar conclusiones veraces que nos lleven a mejorar. Si no es así, nos estamos engañando y creamos un mundo totalmente irreal y fallido.
Esta visión bíblica, entre otras cosas, me dio libertad. ¿Libertad de qué? La libertad de no tener “ídolos de carne”, algo muy proclive en nuestra naturaleza caída. Admirar hasta lo sumo o “endiosar” a líderes políticos, religiosos, artistas, deportistas, padre, madre, esposo, hijos, amigos,etc., y de esa manera ser totalmente dependientes de ellos en nuestras emociones, deseos, gustos, criterios y vida misma, es una inclinación corriente en la mayoría de las personas. Lo ha sido siempre, ya que, según la Biblia, al ser los seres humanos criaturas para adorar a Dios, de no hacerlo a la persona correcta, lo estaríamos enfocando hacia cualquier otra cosa.
Esta verdad espiritual de que todos somos pecadores me dio libertad porque no dependo de los demás para mantenerme firme. Ninguna decepción será lo suficientemente grande como para atajarme en mi caminar, en mi propósito. Me libra de la amargura, el reclamo y la dependencia; me hace libre, espero de los demás solo lo justo que me pueden dar, más no.
Pero la Biblia también pone un equilibrio. Nos enseña a amar a todos, aun a nuestros enemigos. Pero el amor no tiene nada que ver con la idolatría, y dista mucho de ella. La idolatría reclama dependencia y ceguera, pero el amor es todo lo contrario: es consciente de los errores y defectos de la persona amada, no busca solo ser servido sino servir, agradar más que ser agradado y, como dije, no considera infalible al otro, pero sí sujeto a errores, y da perdón como arma de reconciliación, así no caemos en amargura.
La Biblia dice que el que es nacido de Dios ama, porque Dios es amor: “Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios” (1Juan 4.7). Y el amor no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor, todo lo sufre, todo lo cree, todo lo soporta” (1 Corintios 13.5-8).
Entre los muchos motivos que tengo para glorificar a Dios y su Palabra, este es uno más: La libertad y una identidad que está centrada en Cristo, no en los demás, es lo que me hace prudente y cabal para enfrentar cualquier tipo de relación en esta vida y salir ileso en el camino.