El rey Tutankamón fue un faraón egipcio, enterrado cerca del año 1357 a.C. en una tumba en forma de pirámide, extremadamente elaborada. Su tumba fue descubierta totalmente en el año 1922. En su interior, entre sus tesoros, se encontró miel, trigo y semillas. Curiosos por ver lo que había sucedido después de 3.279 años, los arqueólogos hicieron que el trigo volviera a ser sembrado en terreno fértil en las inmediaciones del río Nilo. Allí tendría la humedad y los nutrientes necesarios del suelo. Dentro del periodo normal de madurez, emergió la cosecha de trigo, una cosecha a partir de una semilla de más de tres mil años de antigüedad.
Aunque estos granos permanecieron latentes durante más de 3.000 años, aún conservaban su potencial para crecer. Todo lo que necesitaban era el ambiente necesario para desarrollarse.
La ley de la naturaleza nos enseña que una semilla en un ambiente erróneo, no va a crecer. Sin embargo, si se coloca en las condiciones ideales, no solo crecerá sino que producirá más semillas. La Biblia dice que Dios da semilla al que siembra. Nuestra fe, por poca que sea, debe de ser sembrada para que lleve fruto.
Una semilla natural necesita, para crecer, nutrientes del suelo, agua y luz solar. Estos tres elementos son esenciales. Así también, la semilla de la fe necesita elementos para crecer.
La «Parábola del sembrador», relatada por Jesús en Mateo 13.1-23, dice que la semilla es la «palabra de Dios», el «mensaje del evangelio» que toda persona debe escuchar. La tierra es el corazón de la persona que oye ese mensaje. Algunas semillas caen en medio del camino. El camino es una tierra dura y agrietada, endurecida generalmente por ser pisada con frecuencia. Muchos corazones están así, cerrados a la palabra de Dios por la amargura y el resentimiento de haber sido decepcionadas o abusadas en esta vida, la mayoría de las veces por seres queridos en quienes tenían confianza. Este tipo de experiencias suele endurecer los corazones,y los cierra al mensaje de amor, arrepentimiento y perdón que trae el evangelio.
Cuenta el relato que otro grupo de semillas cayó en medio de piedras. Dice que, cuando germinaron,salió el sol con intensidad y que, por la poca profundidad de la raíz, estas no tuvieron oportunidad de crecer más, ya que el intenso sol las secó. Comparó a este grupo con aquellos que reciben la semilla de la fe con entusiasmo al principio, pero cuando viene la prueba, dudan, titubean y cuestionan dónde está Dios en los momentos difíciles. Consideran que un Dios así, que permite dolor en sus hijos, no merece ser creído, ni honrado,y retroceden; la amargura los vence.
Otro grupo de semillas cae entre «espinos» y, aunque germina, estos espinos lo ahogan. Jesús nos dice que esos espinos representan al «afán de la vida» y el «engaño de las riquezas», que hace que esa semilla no crezca lo suficiente hasta tener fruto, y muera. Vemos esto como una realidad latente. Las ganas de «vivir la vida», o la preocupación por el momento, o la codicia por tener más y nunca estar conforme con los que hemos logrado profesional o económicamente, hace que claudiquemos en nuestra fe, por rendirle poco tiempo a ella para cultivarla. Todo el día en actividades profesionales, laborales o sociales nos quita el interés por una fe genuina.
Pero hay un último grupo, el de la semilla que cae en terreno fértil. Ese terreno representa un corazón receptivo, humilde, sin excusas, arrepentido ydependiente de un Dios amoroso, que perdona sus pecados y recibe por gracia a todo aquel que se acerca a Él. Los que son así, mantienen su fe, perseveran y dan frutos al 30, 60 y al ciento por uno, en etapas, pero alcanzando todo su potencial.