Vivimos en una sociedad altamente individualista. Solo pensamos en nosotros mismos, en la vida y en el contexto de oportunidades que nos toca vivir. Y como la sociedad se ha secularizado, los valores morales se han desechado y la idea de Dios se ha rechazado; ya no hay parámetros de lo bueno ni lo malo en cuanto a moral y ética.
Si a esto agregamos un consumismo galopante, tenemos la fórmula perfecta para vivir vidas egoístas que no piensan en sus generaciones. Con generaciones me refiero a nuestros hijos y a lo que ellos puedan heredar de nosotros en cuanto a principios y valores de vida.
Cuando una persona con esta visión de vida toma sus decisiones, nada le importa el impacto que tendrá con sus descendientes y se deslinda de responsabilidad, ya que “cada quien vive su vida como puede” y “no podemos perder las oportunidades de pasarla bien”. Poco aún queda de esa generación que vivía y se sacrificaba por sus hijos y sus nietos. Aquellos que hacían lo que fuera necesario para heredar un buen nombre o buenos valores más que dinero, prestigio, poder o placer.
La Biblia nos alienta a vivir una vida responsable, una vida de compromiso moral y ético más allá de nuestra comodidad, oportunidad o placer. Estamos llamados a ser un “sacrificio vivo” (Ro 12.1), pero esa palabra no tiene aceptación en esta era posmoderna.
Un ejemplo, es el matrimonio. Es algo bueno, santo, serio y la felicidad de nuestros hijos depende de la unidad de nuestros padres, pero el egoísmo, la inmadurez, la promiscuidad destruyen esta sagrada institución y los hijos son los que más lo resienten. El daño es enorme, pero los padres poco piensan en eso, poco les importa sacrificarse renunciando a ellos mismos y buscando soluciones que impliquen perdón, humillación, renuncia y dolor para salvar algo tan grande y así dar un ejemplo de restauración y oportunidad a sus hijos. También el dinero, poco importa la honestidad, el tema es la oportunidad. Preferimos dejar a nuestros hijos dinero que un buen nombre, que la Biblia dice que “vale más que las piedras preciosas” (Pr 22.31). Hay gente, incluso, que está dispuesta a ir unos años a la cárcel para después quedar ricos “toda la vida” con el golpe que van a hacer. Se venden conciencias a precios de oferta.
En esta generación de lo desechable ya no importa que algo dure mucho. Lo que es en lo material ha venido a ser en lo moral. Las cosas materiales, hoy en día, están hechas para que duren pocos años y luego cambiarlas, no solo porque se han vuelto obsoletas, sino porque aburre tener tanto tiempo la misma cosa. Esa mentalidad también se aplica en el matrimonio, los valores que son relativos, el arraigo cultural, la fe y todo aquello que de verdad da sustento y valor a nuestras vidas.
La Biblia nos alienta a dejar un estilo de vida egoísta e irresponsable y ser conscientes de que nuestras decisiones y estilo de vida seguirán afectando a nuestras generaciones positiva o negativamente. De esto habla Éxodo 20 en el cuarto mandamiento, donde Dios advierte que la iniquidad o el estilo de vida pecaminoso es heredado por nuestras generaciones. Los patrones de conducta se heredan indudablemente. Pero así también el hacer bien las cosas y el vivir conforme a la voluntad de Dios afirma nuestras vidas y hereda bendiciones a nuestros sucesores.
Si nosotros vivimos una vida sin Dios, llena de pecado, podemos heredar a nuestros hijos el hábito de pecar y los antivalores y, una vez que ellos pequen, se activan esas maldiciones por el derecho legal, ya que cada uno peca por su propia voluntad (Stg 1.12-15). Algunas de estas herencias pueden ser el alcoholismo, vicios, adulterio, promiscuidad, divorcios, violencia y sus consecuencias; enfermedades, división, embarazos no deseados, pobreza, abortos, hogares disfuncionales, complejos emocionales, apatías, etc.