La cosmovisión cristiana atiende todas las necesidades humanas, da fórmulas para vencer obstáculos como la maldad, el dolor, el sinsentido, las emociones, la transcendencia, la espiritualidad, las relaciones interpersonales, el orden, la lógica, la familia, la muerte, la eternidad, etc., y provee un marco de referencia razonable.
Si la fe cristiana es verdad, lo cual creo firmemente, es una gran noticia; pero si no es verdad, aun así, el cristiano vive con un sentido de propósito que hace que su vida tenga sentido aunque al final –en la muerte– vaya a la nada. Blas Pascal lo describió elocuentemente: “Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe, que equivocarme no creyendo en un Dios que existe. Porque si después no hay nada, evidentemente, nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna; pero si hay algo, si hay Alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo”.
La fe cristiana es una fe coherente en su forma de describir la realidad de la vida humana. Habla del mal y describe sus implicancias, dando una salida esperanzadora; por ejemplo, la realidad del mal en el ser humano, que la Biblia llama pecado. Algunos escépticos afirman que el pecado no existe, que es un concepto judeo-cristiano, dicen, pero la realidad es que sí existe porque pecado es alejarse de las leyes divinas y el bien que Dios tiene, y en ese sentido el pecado es una realidad abrumadora. Si Dios no existiese, entonces no existiría el pecado, en el sentido de que no habría leyes morales divinas, ni bien, ni mal, ni parámetros donde medirse. Pero el pecado (el mal y la maldad en el ser humano) sí existe y es una realidad innegable.
Es también una realidad que nadie puede escapar de esa situación y la única salida sería una ayuda “desde afuera”, o sea, externa a nosotros.
Las religiones no cristianas no dan una solución práctica al tema. “Cumplan las leyes”, dicen, pero nadie puede hacerlo y, si Dios es justo, tiene que condenarnos. Pecamos, somos esclavos del pecado, pero queremos salvarnos. “Cumplan mis leyes”, dice el Señor, pero no podemos hacerlo.Entonces, ¿cuál es la salida? Las demás religiones no la tienen, y si la tienen es contradictoria; el cristianismo sí, y se llama GRACIA. Dios interviene sin comprometer su justicia ni su amor y nos salva por medio de Cristo.
Las enseñanzas de vida práctica que nos da Cristo: como el perdón, la honra a los padres, el contentamiento, las relaciones interpersonales, el servicio, la ayuda, la superación, la excelencia, el matrimonio, la educación y los valores morales para los hijos, la paz, la fidelidad, la tolerancia, la sabiduría y mucho mas –que lo encontramos en la Biblia y la enseñanza cristiana– son coherentes y moralmente aceptables.
Dicen que las religiones hacen que las personas se sientan superiores a otras; podría ser cierto, pero no es algo exclusivo de la religión. Los intelectuales también se creen superiores a los demás, así como el orgullo racial, el nacionalismo, ideologías políticas, estatus sociocultural y socioeconómico. El problema no es la religión sino el oscuro corazón humano, pero el cristianismo te dice: “Estimando a los demás como superiores a ti mismo” (Filipenses 2.3). Eso es tolerancia y un duro golpe a los aires de superioridad que tanto daño ya hicieron.
La cosmovisión de la Biblia trae identidad y dignidad. Somos “imagen de Dios”, ambos, hombres y mujeres, y para Dios somos iguales: “Ya no hay varón ni mujer sino todos somos uno en Cristo” (Ga 3.28). No hay superioridad racial, ni estatus religioso. Esto es inconcebible sin los parámetros bíblicos. Si no, pregunten a Hitler, que basó su genocidio en las propuestas darwinianas de supervivencia del más fuerte y el “superhombre” de Nietzsche.